Poder de la Sangre

Yo odio ver sangre con todo mi ser, pero quiero a mi hermanita con todo mi corazón. Lo demostré aquella tarde mojada de otoño.

 

Yo cursaba el quinto grado, y mi hermanita el primero. Como yo era la hermana mayor, mis padres me pedían que la llevara a su salón de clases después del recreo todos los días. Aquel día, ella había estado jugando sola en el patio de la escuela, corriendo y chapoteando en los charcos. Yo estaba pasando el rato con mis amigas hasta que sonó la campana, cuando fui a buscar a mi hermanita y rápidamente la acompañé escaleras arriba hasta su salón de clases.

 

Cuando llegamos, mi hermanita miró hacia abajo, abrió los ojos asombrada, y dijo con voz asustada: ‘¡Nani, mira!’ Fue entonces cuando vi un río de sangre roja brillando a lo largo de su pierna izquierda, empapando su calcetín blanco. Al parecer, en algún momento mi hermanita se había caído y se había cortado la rodilla con algún trozo de vidrio roto.

 

En seguida me sentí mareada, pero traté de calmarla.

 

‘No te preocupes, todo va a estar bien’, le dije.

 

Pedí a una maestra que nos ayudara, y contra el tráfico de niños que subían las escaleras, bajamos hacia la oficina de la escuela.

 

En la oficina, el director, la recepcionista y el conserje comenzaron a susurrar. No pude entender muy bien lo que estaban diciendo, pero escuché:

 

‘No se ve bien, tenemos que llevarla al hospital’.

 

‘Tú ya puedes ir a tu salón de clases’, me dijeron.

 

Se suponía que yo debía estar en la clase de matemáticas, y ese día íbamos a tener un examen importante. Esa era mi oportunidad de salir de esto, alejarme de toda esa sangre que hacía que mi cabeza diera vueltas, mi estómago se revolcara, y mi piel se pusiera fría y sudorosa.

 

La sangre y yo no nos llevamos bien. Me he desmayado al ver apenas unas gotas, como cuando se me cae un diente, y cada vez que me dan un pinchazo en la yema del dedo para pruebas de laboratorio. Pero por muy enferma que me sintiera, de ninguna manera iba a dejar a mi hermanita entonces. Mis padres siempre me decían que cuidara a mi hermanita, y ella lucía asustada mientras se sujetaba fuertemente a mi mano.

 

‘La voy a acompañar’, les dije a todos.

 

Así que allá fuimos, en el VW color naranja del maestro de educación física, hasta el hospital del condado. La carretera estaba mojada y la gente parecía conducir más despacio que nunca.

 

‘Vamos, vamos, vamos más rápido’, pensaba angustiada.

 

Yo quería que todo aquello terminara pronto. No quería ver la pierna de mi hermanita, así que miraba por la ventana del auto, rezando para que llegáramos al hospital antes de desmayarme.

 

Por fin llegamos a la sala de emergencias del hospital. Allí, cosieron la herida de mi hermanita. Siete puntadas, supe más tarde. Me paré a su lado sosteniendo su mano, hasta que no pude quedarme en pie. La habitación comenzó a oscurecerse. Las voces y los sonidos sonaban más distantes. Se me secó la boca. Me senté en el suelo.

 

Eso es lo último que recuerdo, porque todo se volvió negro cuando me desmayé. Esa es la escena que encontró mamá cuando llegó al hospital: mi hermana acostada en la camilla, con un vendaje en la rodilla, y yo sentada en el suelo junto a la camilla, con los ojos cerrados, pálida y sudorosa, pero aun sosteniendo la mano de mi hermanita.

 

Mi familia ha estado repitiendo esta historia desde entonces. No porque haya sido un accidente grave, ya que mi hermanita resultó con apenas una pequeña cicatriz. Pero porque yo no solté su mano ni un segundo. Sostuve la mano de mi hermanita todo el camino desde su salón de clases hasta la oficina de la escuela, hasta el auto del maestro de educación física, hasta la sala de emergencias, mientras le cosían la rodilla, e incluso después de desmayarme. 

 

Espero que no tengamos que pasar por algo así de nuevo, pero me sentí orgullosa de ser una hermana mayor ese día. Algunos dicen que la sangre es poderosa. Yo digo que el amor es aún más poderoso que la sangre.

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