Maestros

Acababa de escuchar la noticia de su muerte esa mañana. Él había jugado al escondite por varios años con el virus venenoso, el mismo virus voraz que vive dentro de tantos.

 

Ni siquiera tenía cuarenta años. Brillante, amable, y amante de la vida, nos enseñó a nosotros, sus alumnos, lecciones pequeñas y grandes, simples y complejas, dulces y amargas. Ya no estará entre nosotros, y la pregunta ‘¿por qué?’ me seguía molestando mientras caminaba hacia el panteón, quiero decir, hacia el parque al que suelo ir en busca de calma y consuelo.

 

Ese día yo anhelaba encontrar respuestas a la pregunta ‘¿por qué?’. Escuché la pregunta nuevamente, esta vez en la voz de un niño que no medía más de tres pies, que no tenía más de cuatro años, que usaba como bastón una rama de árbol caída.

 

‘¿Por qué?’, preguntó, inclinando su rostro hacia arriba para encontrarse con los ojos de la sabia mujer que caminaba a su lado.

 

Ella respondió: ‘Es hora de irnos, y esa rama debe quedarse aquí’. No me pareció una respuesta satisfactoria a una interrogante tan importante.

 

El niño tampoco estaba satisfecho, así que repitió la pregunta, mientras seguía sujetando la rama: ‘¿Pero por qué?’

 

Solamente quedó satisfecho, y saltó sobre la rama que dejó tirada en el suelo, al escuchar una respuesta mejor: ‘Tendrás otra donde vamos ahora’.

 

Ojalá así sea, para el niño, para el maestro, para todos nosotros.

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