Perdido y Encontrado

Ese día yo cumplía doce años, y lo que más quería era una bicicleta nueva. Una azul con llantas gruesas. Pero sabía que eran muy costosas para mi familia. Mis padres dijeron que debería estar feliz de tener una bicicleta, si se puede llamar bicicleta a esa vieja y destartalada cosa que tengo.

 

Una bicicleta nueva era solamente un sueño, así que me conformé con un gavetero. Pensé que al menos tendría un lugar seguro para guardar mis cosas privadas lejos del alcance de mis hermanos menores. Así que les pedí a mis padres un gavetero con cerradura. Y eso es lo que me regalaron.

 

Fuimos a la tienda de muebles de segunda mano y encontramos un gavetero viejo color marrón oscuro. No se veía muy bien, pero al menos tenía cajones que se cerraban con llave. Pensé que podría pintarlo y dibujarle diseños para que se viera mejor.

 

Una vez llevamos el gavetero a casa y saqué los cajones para pintarlo, sentí algo pegado a la parte de abajo de un cajón. A que no adivinan lo que encontré. Una bolsa plástica con papeles dentro.

 

‘¡Guau, quizás encontré los secretos escondidos de alguien!’ pensé.

 

Cuando abrí la bolsa, me di cuenta de que los papeles eran documentos de aspecto oficial. Y, entre los papeles, ¡había un montón de billetes de diez y veinte dólares! ¡Había encontrado un tesoro! ¡En el día de mi cumpleaños!

 

‘¿Será esto una broma?’, dije en voz alta. Quizás mi familia me estaba tomando el pelo. Tal vez el dinero era falso. Pero parecía real. Alguien había estado guardando dinero en esta bolsa, oculta en el cajón bajo llave. Cuando leí los papeles resultó ser un testamento. Una anciana estaba dedicando sus ahorros a su hijo y sus nietos.

 

Todo esto me parecía extraño. Mi mente se estaba confundiendo. ¿Sería yo el chico más afortunado de todos? Con este dinero podría comprar la mejor bicicleta. Incluso podría comprar bicicletas para mis hermanos. ¿Quién sabe? Tal vez había suficiente aquí para comprar un auto para que mis padres pudieran deshacerse de la vieja y vergonzosa chatarra que tenemos por auto.

 

‘El que lo encuentra, se lo queda’, comencé a cantar mientras comenzaba a contar el dinero. Cuando llegué a contar mil dólares, tuve que parar. Mi mamá estaba llamando a la puerta de mi dormitorio. Rápidamente cerré el cajón con el dinero dentro.

 

‘¿Cómo va tu proyecto? ¿Quieres ayuda?

 

‘No... gracias, Mamá, ni siquiera he empezado. Te avisaré cuando esté listo’.

 

‘¿Todo está bien?’, preguntó.

 

No, todo no estaba bien. De hecho, mi estómago estaba revuelto.

 

‘Estoy bien’, mentí. ‘Te avisaré cuando esté listo’.

 

Cuando Mamá salió del dormitorio, me acosté en mi cama y, mirando al techo, comencé a pensar en la semana pasada. Primero, no califiqué para el equipo de baloncesto. Luego, fracasé el examen de matemáticas. Finalmente, mi hermano pequeño destruyó mi proyecto de ciencia. Por eso necesitaba un gavetero con llave. Y ahora había encontrado este dinero en mi cumpleaños, la única buena noticia en mucho tiempo. Una solución a mis problemas. Sin embargo, no me sentía bien. ¿Por qué?

 

Tendría que inventar mentiras para explicar el dinero a mi familia y amigos. ‘El que lo encuentra, se lo queda’, dicen por ahí. Pero ese dinero no era mío. La señora lo había estado guardando para su familia. Probablemente murió y nadie sabía sobre el dinero escondido en el gavetero. Su familia lo donó a la tienda de segunda mano, y ahora estaba en mis manos.

 

¡Qué dilema! Podría quedármelo y comprar cosas para mí y mi familia. No sería tan malo si lo compartiera, ¿verdad? Regateé conmigo mismo. ¿Qué hay si me quedaba con parte del dinero y devolvía el resto? Después de todo, nadie sabía cuánto dinero había allí. ¡Y era el día de mi cumpleaños! O podía devolverlo todo. Decir la verdad. No habría bicicletas nuevas. Ni un auto mejor para mi familia.

 

‘¡Que alguien me ayude con esto!’, supliqué. Pero realmente no necesitaba que nadie me dijera lo que debía hacer. Ya yo sabía distinguir el bien del mal. Por eso fracasé el examen, aunque hubiera podido hacer trampa. Así que decidí no reprobar esta prueba. Era una prueba de honor. De mi honor.

 

Llamé a mis padres y hermanos al dormitorio, y les mostré lo que había encontrado. Se les abrieron los ojos asombrados y al principio nadie dijo nada. Cuando preguntaron ‘¿Qué vamos a hacer?’, yo ya tenía la respuesta.

 

‘Regresemos a la tienda y avisemos a la familia’. Al decir esto, mi estómago se calmó.

 

Los empleados de la tienda no podían creer lo que estaba pasando.

 

‘¿Quieres decir que encontraste más de mil dólares en efectivo y estás aquí para devolverlo?’ preguntaron, incrédulos.

 

Al revisar sus registros de donaciones, la gerente encontró el número de teléfono de la familia. Los llamó allí mismo, y en unos minutos llegaron a la tienda: el hijo con su esposa y los tres nietos, una familia parecida a la nuestra. Los padres tenían lágrimas en los ojos. El nieto mayor se me quedó mirando.

 

Es que todavía estaban tristes por la muerte de la abuela. Y el padre acababa de perder su trabajo. Habían estado rezando, pidiendo ayuda, y resultó que les traje la respuesta a sus oraciones. Mi acto de honestidad no solamente les ayudó a pagar la renta, sino que fortaleció su fe y les dio esperanza.

 

Nunca me había sentido mejor. Ninguna bicicleta nueva podría haberme hecho sentir tan bien como me sentí ese día. Puede que haya reprobado el examen de matemáticas, pero pasé una prueba más importante, una prueba de mi carácter.

 

(Una versión previa de este cuento fue publicada en Chicken Soup for the Preteen’s Soul 2 y en revistas para niños.)

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