Manos Calientes

‘¡Oh no, la hierba se incendió!’, le grité a mi amigo Jim, y comencé a soplar tan fuerte como pude.

 

‘¡No soples, lo estás empeorando!’, Jim dijo, apartándome de las llamas con un empujón.

 

‘¡Pero aquí no hay agua para apagarlo!’ Me estaba asustando. El fuego se estaba saliendo de control. ‘¡Dios, que llueva ahora, por favor!’ Oré, mirando hacia el cielo despejado.

 

Jim trató de apagar el fuego con sus zapatos.

 

‘¡No lo pises, tus pantalones pueden incendiarse!’ Las botas de Jim se pusieron negras por el humo y las suelas casi se derritieron por el calor.

 

‘Vámonos de aquí’, dijo Jim, rindiéndose.

 

‘Sí, vayamos a casa y llamemos al 911, pues no traje mi teléfono’, dije.

 

‘Llama tú. Yo me voy de aquí, me voy a casa’, dijo Jim mientras corría colina abajo más rápido de lo que nunca lo había visto correr.

 

Yo corrí a casa también, y sentí que pasaron horas hasta que llegué. Corrí a la cocina, donde mi hermanita estaba hablando por teléfono.

 

‘Cuelga, tengo que llamar y no encuentro mi teléfono. ¡La colina está en llamas!’ Antes de que mi hermanita reaccionara, colgué y llamé al 9-1-1. No dije mi nombre, pero les di nuestra dirección, ya que la colina está justo detrás de nuestra casa.

 

Mi hermanita le dijo a Mamá, y fueron a ver de qué yo estaba hablando. Cuando salí, vi que el incendio se había extendido, quemando la hierba seca más allá de la cima de la colina, a lo largo de una ladera, y se acercaba peligrosamente a algunas casas.

 

Alertados por el humo, los vecinos salieron y se juntaron en la calle, con terror en sus caras. Algunos volvieron al edificio de apartamentos para comprobar que todos estaban enterados, por si tuviéramos que evacuar. Con los vientos fuertes, el fuego se acercaba a un asilo de ancianos.

 

‘¿Dónde están los bomberos? ¿Por qué no están aquí ya? ¡Dios, por favor, haz que lleguen a tiempo!’, supliqué.

 

‘¿Cómo comenzó este incendio?’ Escuché que una mujer preguntó.

 

‘No lo sé, pero algunos chicos han estado jugando en esas colinas, los he visto corriendo por allí’, dijo nuestro vecino de al lado.

 

‘Pues yo he vivido aquí más de veinte años y nunca ha habido un incendio en esta colina’, dijo otro hombre, sacudiendo la cabeza.

 

Me alejé de ellos sintiéndome culpable y asustado. Me sentí aún peor cuando vi a un par de venados huyendo de la colina en llamas. Pensé en el cuento de Bambi. Tal vez un venadito estaba quedándose huérfano en este incendio, y todo por mi culpa.

 

Si Jim y yo no hubiéramos encendido esas bengalas. Sabíamos que la hierba seca se incendia fácilmente. Tenemos doce años, no somos niñitos. Jim me había desafiado. Como un tonto tragué el anzuelo. Pero ¿quién hubiera pensado que no podríamos apagar un incendio que comenzó con una pequeña chispa? Ahora el aire estaba lleno de humo, y me ardían los ojos. El olor a hierba quemada era fuerte, y comencé a sentirme mal del estómago. 

 

Escuché el sonido de las sirenas. Había cuatro camiones de bombas y más de diez bomberos. Cuando llegaron tres patrullas de policía, colocaron una barrera para apartar a la gente. Un helicóptero volaba sobre el área. Los bomberos trabajaron por largo rato. Finalmente, extinguieron el fuego. La colina estaba carbonizada, pero ninguna de las casas se quemó. Y nadie resultó herido. ¡Gracias a Dios!

 

Entonces los policías empezaron a hacer preguntas. Fueron a nuestra casa, porque habíamos hecho la primera llamada. Me escondí en mi habitación. Pero pronto escuché a mi mamá llamándome. 

 

‘Charlie, ven aquí, tal vez puedas ayudar a los oficiales a averiguar cómo comenzó este incendio’.

 

Fingí no escucharla. Fingí estar dormido. Pero no hubiera podido dormir, aunque lo intentara. Mi conciencia me mantenía despierto, inquieto, preocupado, nervioso. Oré pidiendo guía, y no tardé en saber lo que debía hacer. Luego tuve que orar pidiendo valentía para hacerlo.

 

Salí de mi habitación y los enfrenté: a mi familia, a los policías, a la verdad y a un castigo seguro. 

 

‘Sé cómo empezó el incendio. Fuimos nosotros... sin querer’. Les conté toda la historia. Les dije cómo a Jim y a mí nos gusta caminar por las colinas, pero que no queríamos hacer ningún daño cuando encendimos la bengala ese día. Les confesé lo arrepentido que me sentía. Los oficiales me miraron a los ojos con caras serias y lo anotaron todo. Mamá y mi hermana empezaron a llorar.

 

Nunca olvidaré ese día ni esa noche. Papá llegó a casa y se enteró de todo. En la cena, cuando oramos dando gracias, mi hermana dio gracias porque nadie se había lastimado en el fuego. Papá agradeció que las casas se hubieran salvado. Y Mamá dijo: ‘Doy gracias porque aprendimos sobre lo importante que es tomar precauciones, y actuar con honestidad’. Me miraron sonriendo. No pude decir nada, pero sentí la presencia de Dios más cerca que nunca.

 

Tuve que ir a la corte y pagar por mi error con servicio comunitario. Escribí una carta de disculpa. Mis padres tuvieron que pagar una multa, por lo que no recibiré mi mesada durante mucho tiempo. Supongo que es justo.

 

Jim le contó a sus padres lo que había sucedido, pero cuando la policía habló con ellos, negaron que tuviera algo que ver con el incendio. Sus padres no quieren que Jim se meta en problemas y ahora no le dejan pasar tiempo conmigo. Me pregunto cómo se sentirá realmente con todo esto. Yo lamento haber perdido a un amigo ese día.

 

Es curioso cómo son las cosas. A Jim el fuego le derritió sus botas, pero yo pude aguantar que me agarraran con las manos calientes.

 

(Una versión previa de este cuento fue publicada en revistas para niños.)

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